jueves, 28 de mayo de 2015

Y esto del fútbol, ¿para qué sirve?

A principios de 1986, yo acababa de cumplir los 11 años. En esa época, las personas con esa edad éramos aún unos niños. Nada que ver con la actualidad. Los niños de hoy, por muchos y diferentes motivos, maduran antes. Las nuevas tecnologías, los métodos de educación, las exigencias de la sociedad, el acceso a la información, el bombardeo publicitario, la enorme variedad de oferta de diferentes productos, desde juguetes a programas y canales televisivos. Las personas con once años de hoy tienen unos conocimientos y unas capacidades que yo ni soñaba. Los de mi generación me entenderán perfectamente. Y los que sean mayores, pues mucho más. 

Como digo, a principios de 1986, yo acababa de cumplir los once años. Era un niño. Un niño que pasaba todos los domingos en casa de sus abuelos, de los padres de su padre. Bueno, para ser exactos, en la casa de la hermana de su padre, porque desde que mi abuelo sufrió una trombosis que le paralizó medio cuerpo, él y su mujer vivían allí, con su hija, cuya ayuda se les volvió indispensable. Y me estoy acordando de un domingo en concreto, uno cualquiera, en el que, por la tarde, a las cinco, el Sevilla jugaba un partido de liga contra el Sporting de Gijón. Por cierto, igual que pasa con la madurez de los niños, el fútbol en 1986 era completamente distinto al actual. Todos los partidos se jugaban los domingos a las cinco, salvo uno que se televisaba el sábado a última hora de la tarde y los que el Rayo jugaba en casa, que eran los domingos a las doce de la mañana. Claro que, por entonces, el Rayo deambulaba por Segunda o Segunda B, no recuerdo exactamente, así que el dato carece de interés. En fin, que me enrollo. Sigo con mi historia.

Se trataba de un partido cualquiera en el que el Sevilla apenas se jugaba nada. Porque el Sevilla de 1986 nunca se jugaba nada. Nada importante, quiero decir. Nada comparado con lo que tenemos hoy día. Como mucho, llegar al tramo final de la liga con opciones de alcanzar la quinta plaza que daba derecho a disputa la Copa de la UEFA, logro que muy pocas veces alcanzábamos y que, cuando lo hacíamos, lo celebrábamos como un título en la Puerta de Jerez. A mi abuelo, sin embargo, aquello le importaba bien poco. A él le daba igual a lo que jugase el Sevilla, que lo seguía igual, lo quería igual y se ponía igual de nervioso cuando llegaba la hora de los partidos. Y aquel partido era importante porque al Sporting de 1986 le pasaba como a la madurez de los niños y al fútbol en general: que no tenía nada que ver con el Sporting actual. Era un verdadero equipazo que contaba con figuras como Ablanedo, Mino, Jiménez, Cundi, Joaquín, Mesa o Eloy Olalla. Este último jugaría ese verano el Mundial de Mexico con la selección y fallaría el penalty que nos eliminaría, como siempre, en cuartos de final contra Bélgica. Pero, bueno, que esto no tiene nada que ver con lo que me vengo a referir. 

Aquella tarde, como siempre, me senté junto a mi abuelo para escuchar el partido por la radio. Dentro de lo que cabe, era un partido importante ante un rival directo por las plazas europeas. Y las cosas no nos iban bien porque ellos se adelantaron en el marcador. Mi abuelo y yo no hablábamos. Solo escuchábamos y hacíamos gestos. En especial él, hasta el punto que temía que, en cualquier momento, le diera otro chungo que le rematara del todo, al pobre. Pero el Sevilla siempre fue el equipo de la casta y del coraje. Y aquel en especial, con Manolo Cardo en el banquillo y una pléyade de canteranos en las alineaciones. Y a base de casta consiguieron empatar. Era un gol cualquiera en un partido cualquiera, pero mi abuelo lo vivió como si valiera una liga. Tanto que, a pesar de su inmovilidad, siguió la jugada a la vez que la escuchaba en la radio y cuando el jugador sevillista dio el pase de la muerte, él remató como si fuese el delantero y le pegó tal patada a la mesa que la desplazó medio metro. Su hija, mi tía, la hermana de mi padre, se asustó al escuchar el ruido y acudió rápidamente a la salita donde nos encontramos. "¿Qué ha pasado?", preguntó. "Que ha marcado el Sevilla", contestó mi abuelo en un mar de lágrimas.

Esta anécdota ya la he mencionado en otras ocasiones, pero la vuelvo a traer porque me impactó tanto que jamás la olvidaré. ¿Qué puede llevar a una persona a llorar a lágrima viva porque un equipo de fútbol marque un gol que apenas vale para empatar en un partido en el que no te juegas nada trascendental? El niño que la vivió no entendía nada. Ahora, con los años, creo comprender un poco. Mi abuelo sabía que iba a morir pronto. De hecho, el año 1986 no lo vio terminar. Se nos marchó al Tercer Anillo en diciembre. Y supongo que en esos días que él sabía que eran los últimos de su vida, cuando estaba postrado y solo podía pensar y rezar, pues se dedicaría a pensar en cosas agradables. En centrarse en sus mejores recuerdos. Él fue futbolista aficionado. Él vio al otro Sevilla campeón. Fue testigo de la Liga que ganamos, de las tres Copas de España, de nuestra mejor época hasta entonces. Estoy convencido de que el fútbol era una de las cosas en las que más centraba sus pensamientos para tener la mente ocupada con cosas agradables y prepararse mejor para lo que sabía que estaba a punto de llegarle. Y ya está. Y como eso debía ser así, pues todo lo referente al Sevilla le emocionaba. Un simple gol le provocaba un raudal de lágrimas. Se estaba muriendo, joder, y era eso lo que le alegraba lo poco que le quedaba de vida. ¿Cómo iba un niño de 11 años a entenderlo? Como tampoco entendía que esas lágrimas de mi abuelo eran un veneno para mí. Este puto veneno sevillista que hace que ahora las lágrimas se me escapen a mí cuando veo a mi equipo triunfar y me acuerdo de él. Imaginen, si lloraba por un gol en un partido cualquiera ante un rival cualquiera, ¿qué no hubiera hecho si ve lo que estamos viendo en estos últimos años? Supongo que en vez de pegarle una patada a la mesa, la tira por la ventana. Con su inmovilidad y todo. 

Yo siempre envidié a mi abuelo porque él vio al Sevilla ser campeón. Varias veces. Pero ya no le envidio. Ya, no. Ahora lo que me pasa es que le echo de menos. Lo echo tanto de menos que me lo traigo conmigo en mi imaginación. Anoche, de hecho, estuvo conmigo, sentado a mi lado en el sofá. Vimos juntos la final de la Europa League. A mí me gusta ver los partidos así, solo, pero en su compañía. Me emociona ver a ese sevillismo que revienta los estadios y crea ese ambiente mágico que da alas al equipo, pero yo soy de otra manera. Cada cual es como es, supongo. Yo escuchaba los partidos con mi abuelo, en silencio, solo gesticulando. Y ahora sigo haciéndolo así. O casi, porque me ha salido un acompañante que acaba de cumplir seis años. Mi hijo. Y aunque es incapaz de aguantar un partido completo todavía y da un coñazo tremendo porque se le va la cabeza y se pone a jugar o a entretenerse con cualquier cosa, ya se sabe los mejores jugadores del Sevilla, el número total de títulos que llevamos, el himno, los cánticos, y no le cabe en la cabeza que pueda haber un equipo mejor que el nuestro. No le cabe en la cabeza, hasta el punto que le tengo que explicar que todos los equipos pierden de vez en cuando, y el Sevilla también. Pobrecillo. Bueno, qué coño pobrecillo, qué afortunado. Ya lo tiene dentro. El veneno, digo. Ya está enganchado. Qué cosa más grande, hay que ver cómo somos. Eso es el sevillismo. No tiene nada que ver con el fútbol en sí como deporte. 

Anoche, cuando mi mujer y mi hijo se fueron a la cama, yo me quedé un largo rato solo. Cualquiera me dormía a mí después de ver lo visto. En esto sí que me entienden todos ustedes, ¿verdad? Y me acordaba de mi abuelo y no podía pensar en otra cosa. ¿Qué quieren que les diga? Es que mi sevillismo es eso. Consiste en eso. Y se me escapaban las lágrimas porque es muy grande lo que estamos haciendo y me gustaría que él lo viera. Ya, ya sé lo que se dice: que lo estará viendo desde el Tercer Anillo y que estarán allí todos revolucionados, igual que lo estamos los que nos encontramos aquí abajo. Pero no es igual. Y sé que si al final de mis días me pasa como le pasó a mi abuelo, que tendré tiempo para pensar y solo pensar mientras espero que llegue lo inevitable, serán días como el de ayer lo que se me vendrá a la mente. Días como el de ayer que fueron motivados por días como aquel de 1986. Días como el de ayer, como el de Turín, como el de Mónaco, como el de Glasgow o como el de Eindhoven. 

Esta mañana me levanté y me vine al trabajo. Todo sigue igual, mis problemas siguen ahí, mis dificultades son las mismas y las cosas no están ni mejor ni peor que ayer. Pero hoy, por todas estas cosas que nos están pasando, hoy soy feliz. Ni más ni menos. Como lo era mi abuelo pensando en sus cosas de sevillista mientras veía venir de frente a la muerte. Feliz, ya está. No arreglamos nada con el fútbol, pero tampoco lo empeoramos. Sin embargo, el ánimo con el que afrontamos las cosas es diferente. Y para eso sirve. Para eso sirve el fútbol. 

viernes, 8 de mayo de 2015

This is Sevilla

Y después de décadas de mediocridad, de travesía por el desierto, de decepciones, de impotencia, de rabia... en el minuto cien del partido de vuelta de la semifinal de la UEFA que se disputaba durante el año cien de existencia oficial del club, un jugador de la casa, que llevaba desde niño peleando por cumplir el más grande de sus sueños, con un majestuoso zapatazo, consiguió que el balón describiera una parábola perfecta, que atravesase el área por donde apenas había huecos que atravesar y que se colase en la portería, junto a la cepa del poste, imposible para el portero rival. Fue un gol de ensueño en una noche de ensueño, en plena Feria, con Sevilla engalanada para su fiesta mayor. Fue un 27 de abril. El jugador llevaba el número 27 a la espalda. El jugador se llamaba Puerta y fue, con su gol, quien abrió la puerta de la gloria para el Sevilla FC. A partir de ahí, el equipo cambió como un calcetín al que se le da la vuelta. A partir de ahí, lo que era mediocridad, travesía por el desierto, decepción e impotencia se convirtió en grandeza, caminos de gloria, alegría y orgullo. Pero aquello no fue gratis. El jugador, cual gladiador dispuesto a dar la vida por su causa, tuvo que hincar la rodilla. Y lo hizo en el campo. Ganando. Goleando. Y como dice el himno, "sevillista hasta la muerte", hasta la muerte lo fue Antonio Puerta. Hasta la muerte que conoció en el campo. En su campo. En el Ramón Sánchez-Pizjuán. Él abrió la Puerta, con el 27 a la espalda, un 27 de Abril, en plena Feria, con Sevilla engalanada, en el minuto 100 de un partido del año 100 de vida de su equipo. Un equipo que continuó con su camino de gloria y que guardó la memoria de aquel jugador como un mito. Porque fue él quien lo cambió todo.

Cualquier cronista del Medievo que se preciase montaría una espectacular leyenda histórica con la mitad de argumentos que acabo de enumerar en el largo y pesado párrafo inicial. 

Cualquier nieto resoplaría de aburrimiento esperando a que su abuelo acabase de contar una batallita de la que se cree la mitad de la mitad, porque las batallitas de abuelo son así. Pequeña parte de verdad y gran parte de paja magnificada. 

A quienes nos gusta la Historia, cuando la leemos, a menudo nos cuesta distinguir qué parte es verdad y qué parte es leyenda. Qué ocurrió en realidad y qué es, simple y llanamente, palabrería con la que engrandecer un hecho que, al fin y a la postre, igual no fue para tanto. La gran victoria de Don Pelayo en Covadonga no fue más que una escaramuza a base de pedradas por parte de unos desharrapados. Se dice que el Cid Campeador ganó su última batalla una vez muerto, lo cual es muy romántico y grandioso, pero habría que haber estado allí para comprobar qué pasó en realidad. Miguel de Cervantes lo describió mejor que nadie con su Quijote. El modo en que un señor llamado Alonso perdió la cabeza por tomarse como verdad absoluta las exageraciones relatadas en los libros de caballería. 

Lo que he descrito en el primer párrafo huele a leyenda exagerada que echa para atrás. Pero todos sabemos que no es leyenda. Todos hemos vivido el hecho que se narra y todos sabemos que no hay ninguna exageración en el relato. Ninguna. Que fue tal que así. Y esto que parece una tontería, no lo es. En absoluto. Esto es parte de la grandeza de un equipo. Porque un equipo se engrandece con los éxitos que consigue y con los recuerdos de los éxitos que consigue. Y hay miles de ejemplos que se pueden poner. El Nápoles, quien probablemente sea el rival que nos toque en la final, si llegamos, que también es muy probable, no es un equipo grande por su éxitos. Pero todos recordamos que fue allí donde jugó el mejor Maradona. Y eso lo hace especial. Sí, tiene un buen equipo y un enorme entrenador. No está haciendo la temporada que se esperaba, pero sí bastante buena. Y puede ganar el título. Por supuesto que puede. Pero la grandeza del Nápoles viene porque fue donde jugó el mejor Maradona. 

Los equipos grandes, y los que ya no lo son tanto porque han venido a menos, imponen sus respetos gracias a lo que hacen en el presente y a lo que hicieron en el pasado. El Villarreal no tiene esa grandeza porque nunca hizo nada, pero hoy es más equipo que, por ejemplo, el Athletic de Bilbao. Sin embargo, el Athletic infunde más respeto. San Mamés es La Catedral del fútbol (o fue). La Historia pesa mucho. Demasiado.

Y el Sevilla está empezando ahora a coger ese peso en Europa. Durante esta última década. Porque un equipo puede tener una plantilla sensacional, pero el peso es otra cosa. El peso se gana con el tiempo, con el paso de los años. Ganando, perdiendo, luchando, jugando partidos épicos, goleando inmisericordemente, cayendo con la cabeza alta y pasando eliminatorias con goles en el último minuto. De cabeza. Del portero. 

Todos sabemos lo que leen los futbolistas justo antes de saltar al campo del Liverpool.


This is Anfield. Da igual que el Liverpool esté mejor o peor. Que se encuentre en un momento alto o bajo. Que sea el vigente campeón de la Champions o que haga años que no gana nada. This is Anfield. Y punto. Y, o eres un jugador con aplomo y carácter, o te tiemblan las piernas. Igual, ese cartelito en el túnel es medio gol para el Liverpool antes de que empiece el partido. No te asegura la victoria, ni mucho menos, pero es medio gol. Luego ya suena el "You'll never walk alone" y tenemos tres cuartos de gol.

¿Y por qué "This is Anfield"? ¿Qué tiene de importancia ese lugar? La historia. Las anécdotas, los partidos, las victorias, las derrotas, la épica, los jugadores que pasaron por allí, la infinidad de cosas importantes que ocurrieron en ese lugar. Aquí pasó..., aquí jugó..., ese cartelito lo tocó...

Pues bien, nosotros estamos creando una especie de "This is Sevilla". No llega a lo del Liverpool, ni mucho menos, pero ya no es lo de hace diez años, o lo de cuando Puerta marcó su gol. La de Puerta es la primera leyenda europea que es estrictamente verdad, por mucho que suene a paja magnificada. Y más cosas. Pasaron más cosas, muchas más, y el paso de los años las va engrandeciendo. 

Ahí Kanouté realizó un salto majestuoso y modificó la curvatura espacio-temporal mientras se acomodaba el balón en el pecho. Más allá, Luis Fabiano hizo un recorte descomunal y el defensa aún se está preguntando por dónde hizo que pasara el balón. Aquí, en el círculo central, aún se siente la presencia de Renato. Está bailando con el balón en los pies. Esa, esa de ahí, es la portería en la que solía comenzar los partidos Palop. ¿Recuerdas? Andrés Palop, quien volvió a meter a su equipo en una eliminatoria con un gol de cabeza en el último minuto. Sí, era portero. De hecho, en la final de aquel año fue el gran héroe, parando penalties. Y ahí, junto a la portería..., ahí hincó la rodilla Antonio Puerta. Ahí fue..., perdona, voy a callarme unos segundos que se me quiebra la voz. 

Y añadan ustedes las anécdotas que quieran, a cada uno se le ocurrirán una infinidad. Y los partidos en la cumbre. Y los goles históricos. Y los nombres, y las hazañas de cada uno de los nombres. Añadan, añadan, que todo lo que digan engrandecerá el "This is Sevilla" del que hablaba antes. Que no llega al "This is Anfield", pero el camino que estamos recorriendo es justamente ese. 

Tenemos hasta un himno que muchos comparan con el "You'll never walk alone" por su emotividad. Todo eso junto hace que a los rivales con poco carácter les tiemblen las piernas cuando saltan al césped y oyen rugir el estadio. Eso permite que nuestros jugadores sientan una fuerza extra que les hace mejores. Eso nos da medio gol antes de empezar los partidos. O tres cuartos, quién sabe. Y eso, sin llegar aún a los niveles de los más grandes equipos europeos, es lo que estamos creando aquí, en Sevilla. 

Somos el campeón. Somos respetados. Somos odiados (que es igual que decir que somos temidos y envidados). Yo creo que ni siquiera nosotros mismos somos conscientes de hasta qué punto. Ayer, el presidente del Nápoles, el equipo en el que jugó el mejor Maradona, demostró que ve fantasmas alrededor de nosotros y se cree que la UEFA lo tiene montado para que la copa se la den al Sevilla. El presidente del Nápoles cree que somos capaces de influir hasta ese punto. El presidente del Nápoles. 

Eso es grandeza. Eso es mucha grandeza. Eso es una grandeza de la que nosotros aún no somos conscientes y que solo el tiempo nos la mostrará con toda su intensidad. Porque el tiempo y la perspectiva es lo que hace que este tipo de cosas queden claras. Ahora mismo, estamos creando esa historia. La estamos escribiendo. Solo cuando, en el futuro, la leamos, sabremos hasta dónde llegamos. Y, por fortuna, estará documentada gráficamente y con imágenes, no como lo del Cid. Porque si no, nuestros nietos se aburrirán de escucharnos y nos dirán que nos dejemos de historietas, que somos muy exageraos. 

Exageraos, dice. This is Sevilla, chaval.  



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