A principios de 1986, yo acababa de cumplir los 11 años. En esa época, las personas con esa edad éramos aún unos niños. Nada que ver con la actualidad. Los niños de hoy, por muchos y diferentes motivos, maduran antes. Las nuevas tecnologías, los métodos de educación, las exigencias de la sociedad, el acceso a la información, el bombardeo publicitario, la enorme variedad de oferta de diferentes productos, desde juguetes a programas y canales televisivos. Las personas con once años de hoy tienen unos conocimientos y unas capacidades que yo ni soñaba. Los de mi generación me entenderán perfectamente. Y los que sean mayores, pues mucho más.
Como digo, a principios de 1986, yo acababa de cumplir los once años. Era un niño. Un niño que pasaba todos los domingos en casa de sus abuelos, de los padres de su padre. Bueno, para ser exactos, en la casa de la hermana de su padre, porque desde que mi abuelo sufrió una trombosis que le paralizó medio cuerpo, él y su mujer vivían allí, con su hija, cuya ayuda se les volvió indispensable. Y me estoy acordando de un domingo en concreto, uno cualquiera, en el que, por la tarde, a las cinco, el Sevilla jugaba un partido de liga contra el Sporting de Gijón. Por cierto, igual que pasa con la madurez de los niños, el fútbol en 1986 era completamente distinto al actual. Todos los partidos se jugaban los domingos a las cinco, salvo uno que se televisaba el sábado a última hora de la tarde y los que el Rayo jugaba en casa, que eran los domingos a las doce de la mañana. Claro que, por entonces, el Rayo deambulaba por Segunda o Segunda B, no recuerdo exactamente, así que el dato carece de interés. En fin, que me enrollo. Sigo con mi historia.
Se trataba de un partido cualquiera en el que el Sevilla apenas se jugaba nada. Porque el Sevilla de 1986 nunca se jugaba nada. Nada importante, quiero decir. Nada comparado con lo que tenemos hoy día. Como mucho, llegar al tramo final de la liga con opciones de alcanzar la quinta plaza que daba derecho a disputa la Copa de la UEFA, logro que muy pocas veces alcanzábamos y que, cuando lo hacíamos, lo celebrábamos como un título en la Puerta de Jerez. A mi abuelo, sin embargo, aquello le importaba bien poco. A él le daba igual a lo que jugase el Sevilla, que lo seguía igual, lo quería igual y se ponía igual de nervioso cuando llegaba la hora de los partidos. Y aquel partido era importante porque al Sporting de 1986 le pasaba como a la madurez de los niños y al fútbol en general: que no tenía nada que ver con el Sporting actual. Era un verdadero equipazo que contaba con figuras como Ablanedo, Mino, Jiménez, Cundi, Joaquín, Mesa o Eloy Olalla. Este último jugaría ese verano el Mundial de Mexico con la selección y fallaría el penalty que nos eliminaría, como siempre, en cuartos de final contra Bélgica. Pero, bueno, que esto no tiene nada que ver con lo que me vengo a referir.
Aquella tarde, como siempre, me senté junto a mi abuelo para escuchar el partido por la radio. Dentro de lo que cabe, era un partido importante ante un rival directo por las plazas europeas. Y las cosas no nos iban bien porque ellos se adelantaron en el marcador. Mi abuelo y yo no hablábamos. Solo escuchábamos y hacíamos gestos. En especial él, hasta el punto que temía que, en cualquier momento, le diera otro chungo que le rematara del todo, al pobre. Pero el Sevilla siempre fue el equipo de la casta y del coraje. Y aquel en especial, con Manolo Cardo en el banquillo y una pléyade de canteranos en las alineaciones. Y a base de casta consiguieron empatar. Era un gol cualquiera en un partido cualquiera, pero mi abuelo lo vivió como si valiera una liga. Tanto que, a pesar de su inmovilidad, siguió la jugada a la vez que la escuchaba en la radio y cuando el jugador sevillista dio el pase de la muerte, él remató como si fuese el delantero y le pegó tal patada a la mesa que la desplazó medio metro. Su hija, mi tía, la hermana de mi padre, se asustó al escuchar el ruido y acudió rápidamente a la salita donde nos encontramos. "¿Qué ha pasado?", preguntó. "Que ha marcado el Sevilla", contestó mi abuelo en un mar de lágrimas.
Esta anécdota ya la he mencionado en otras ocasiones, pero la vuelvo a traer porque me impactó tanto que jamás la olvidaré. ¿Qué puede llevar a una persona a llorar a lágrima viva porque un equipo de fútbol marque un gol que apenas vale para empatar en un partido en el que no te juegas nada trascendental? El niño que la vivió no entendía nada. Ahora, con los años, creo comprender un poco. Mi abuelo sabía que iba a morir pronto. De hecho, el año 1986 no lo vio terminar. Se nos marchó al Tercer Anillo en diciembre. Y supongo que en esos días que él sabía que eran los últimos de su vida, cuando estaba postrado y solo podía pensar y rezar, pues se dedicaría a pensar en cosas agradables. En centrarse en sus mejores recuerdos. Él fue futbolista aficionado. Él vio al otro Sevilla campeón. Fue testigo de la Liga que ganamos, de las tres Copas de España, de nuestra mejor época hasta entonces. Estoy convencido de que el fútbol era una de las cosas en las que más centraba sus pensamientos para tener la mente ocupada con cosas agradables y prepararse mejor para lo que sabía que estaba a punto de llegarle. Y ya está. Y como eso debía ser así, pues todo lo referente al Sevilla le emocionaba. Un simple gol le provocaba un raudal de lágrimas. Se estaba muriendo, joder, y era eso lo que le alegraba lo poco que le quedaba de vida. ¿Cómo iba un niño de 11 años a entenderlo? Como tampoco entendía que esas lágrimas de mi abuelo eran un veneno para mí. Este puto veneno sevillista que hace que ahora las lágrimas se me escapen a mí cuando veo a mi equipo triunfar y me acuerdo de él. Imaginen, si lloraba por un gol en un partido cualquiera ante un rival cualquiera, ¿qué no hubiera hecho si ve lo que estamos viendo en estos últimos años? Supongo que en vez de pegarle una patada a la mesa, la tira por la ventana. Con su inmovilidad y todo.
Yo siempre envidié a mi abuelo porque él vio al Sevilla ser campeón. Varias veces. Pero ya no le envidio. Ya, no. Ahora lo que me pasa es que le echo de menos. Lo echo tanto de menos que me lo traigo conmigo en mi imaginación. Anoche, de hecho, estuvo conmigo, sentado a mi lado en el sofá. Vimos juntos la final de la Europa League. A mí me gusta ver los partidos así, solo, pero en su compañía. Me emociona ver a ese sevillismo que revienta los estadios y crea ese ambiente mágico que da alas al equipo, pero yo soy de otra manera. Cada cual es como es, supongo. Yo escuchaba los partidos con mi abuelo, en silencio, solo gesticulando. Y ahora sigo haciéndolo así. O casi, porque me ha salido un acompañante que acaba de cumplir seis años. Mi hijo. Y aunque es incapaz de aguantar un partido completo todavía y da un coñazo tremendo porque se le va la cabeza y se pone a jugar o a entretenerse con cualquier cosa, ya se sabe los mejores jugadores del Sevilla, el número total de títulos que llevamos, el himno, los cánticos, y no le cabe en la cabeza que pueda haber un equipo mejor que el nuestro. No le cabe en la cabeza, hasta el punto que le tengo que explicar que todos los equipos pierden de vez en cuando, y el Sevilla también. Pobrecillo. Bueno, qué coño pobrecillo, qué afortunado. Ya lo tiene dentro. El veneno, digo. Ya está enganchado. Qué cosa más grande, hay que ver cómo somos. Eso es el sevillismo. No tiene nada que ver con el fútbol en sí como deporte.
Anoche, cuando mi mujer y mi hijo se fueron a la cama, yo me quedé un largo rato solo. Cualquiera me dormía a mí después de ver lo visto. En esto sí que me entienden todos ustedes, ¿verdad? Y me acordaba de mi abuelo y no podía pensar en otra cosa. ¿Qué quieren que les diga? Es que mi sevillismo es eso. Consiste en eso. Y se me escapaban las lágrimas porque es muy grande lo que estamos haciendo y me gustaría que él lo viera. Ya, ya sé lo que se dice: que lo estará viendo desde el Tercer Anillo y que estarán allí todos revolucionados, igual que lo estamos los que nos encontramos aquí abajo. Pero no es igual. Y sé que si al final de mis días me pasa como le pasó a mi abuelo, que tendré tiempo para pensar y solo pensar mientras espero que llegue lo inevitable, serán días como el de ayer lo que se me vendrá a la mente. Días como el de ayer que fueron motivados por días como aquel de 1986. Días como el de ayer, como el de Turín, como el de Mónaco, como el de Glasgow o como el de Eindhoven.
Esta mañana me levanté y me vine al trabajo. Todo sigue igual, mis problemas siguen ahí, mis dificultades son las mismas y las cosas no están ni mejor ni peor que ayer. Pero hoy, por todas estas cosas que nos están pasando, hoy soy feliz. Ni más ni menos. Como lo era mi abuelo pensando en sus cosas de sevillista mientras veía venir de frente a la muerte. Feliz, ya está. No arreglamos nada con el fútbol, pero tampoco lo empeoramos. Sin embargo, el ánimo con el que afrontamos las cosas es diferente. Y para eso sirve. Para eso sirve el fútbol.
2 comentarios:
Maravilloso!!!
Que grande madre mía
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