martes, 30 de septiembre de 2008

Los sentimientos no se compran

Una marca comercial decide ejecutar un plan de marketing, con el fútbol como eje de su publicidad: patrocinio de un club, camisetas, vallas publicitarias, y anuncios en televisión.
Para que la publicidad sea efectiva, necesita de muchos impactos, es decir, que mucha gente la vea.
Para que la imagen sea positiva, es mejor que el equipo gane a que pierda. Y que si pierde que sea por culpa de otros, no del propio equipo. El equipo tiene que dar buenas noticias y buena imagen.
Mientras más fuerte es el equipo, más gente ve sus partidos, más impactos se producen, más imagen positiva demuestra, y mejores noticias se pueden dar del mismo. Por tanto, más cara es la publicidad, pero también, mayor beneficio se obtiene de ella.
Por otro lado, las televisiones (privadas y también la pública, aunque sea una vergüenza) viven de la publicidad. De los ingresos por publicidad que esas marcas comerciales efectúan. Si la vida de la televisión depende de esas marcas, y esas marcas viven de que los impactos publicitarios sean muchos y muy positivos, ¿no está claro el acuerdo?
Las televisiones, con el enorme poder mediático que tienen favorecerán los intereses de la mano que les da de comer. Es decir, de los equipos de fútbol en los que estas manos tienen metido tanto dinero. Las televisiones entran en el fútbol, las marcas comerciales también, se forma el tinglado gordo, lleno de intereses cruzados y con una barbaridad de dinero por medio y… ¿qué pasa al final? Pues que cuando uno ve un telediario, sólo se habla de los equipos que más dinero reportan a esos oscuros intereses. Y punto. Los demás, nos podemos tirar de los pelos todo lo que queramos, pero esto es así. Si el Real Madrid, Barcelona o Atlético ganan, son la leche, los mejores del mundo, candidatos a todo… ya sabemos. Y si pierden (porque el rival nunca gana, son ellos los que pierden), es porque los jugadores rivales hace entradas asesinas, o porque tal jugador lo hizo mal en un momento dado (sentenciado, pues, durante un buen númro de jornadas), o porque la lluvia hizo que el campo estuviera muy rápido y luego se embarró por culpa del mal drenaje. Deberían de despedir al encargado del césped del estadio tal, porque con su mal trabajo está poniendo en riesgo la integridad física del Kun, del Guti o del Messi de turno. (Seguro que trabajó mal a conciencia para perjudicar a los adalides del gran fútbol) Mientras, gente como nosotros, los sevillistas, nos tenemos que aguantar y tragar lo intragable. Y no sólo nosotros. Que les pregunten a los valencianistas, deportivistas, zaragocistas (aunque estos estén en horas bajas)…, cualquiera que haya osado amenazar el reinado de los grandes. Al Villarreal parece que les respetan un poco más, pero es que ahí hay un tío que maneja mucha pasta y poder. (¡Qué casualidad! Pasta y poder) Yo soy sevillista porque mi abuelo me enseñó a serlo. No tanto mi padre, que también, pero sobre todo mi abuelo. Este me hablaba de Busto, de Arza, de Campanal, de las concentraciones en Oromana, de un Sevilla grande, campeón y respetado. Yo nunca había visto al Sevilla por encima del quinto puesto. Ni, por supuesto, campeón, hasta estos últimos años. Yo no soy sevillista por que mi equipo me de alegrías. Es mucho más que eso. Muchísimo más.
Recuerdo, hace no demasiado tiempo, que Marcelo Campanal publicó un libro autobiográfico y una tarde lo sentaron detrás de una mesita en El Corte Inglés para firmar ejemplares. Yo me escapé un rato del trabajo y fui, a comprar mi libro y a que me lo dediacara El Capitán Maravillas. Cuando estuve delante de él, no le dije nada. Pensé en mi abuelo y en lo que sentiría si estuviera allí. Y me emocioné. Mi abuelo sufrió una enfermedad que lo dejó casi paralizado. Dependía de su mujer y de su hija para casi todo. Pero cuando veía un partido del Sevilla por televisión, sacaba las fuerzas de donde fuera para pegarle una patada a la mesa cada vez que un sevillista chutaba a gol. “Para eso si tienes fuerzas, ¿verdad?” Le decía su mujer. Y el pobre se reía. No había explicación. Mi abuelo, cuando estaba postrado en el butacón, esperando a la muerte, no dejaba de seguir al Sevilla. Veía los partidos por la tele, y los escuchaba por la radio. Pero no bajaba el volumen de la televisión. Oía las dos cosas a la vez, y volvía loca a mi abuela. Y cuando veía marcar al Sevilla, daba igual que fuera en directo, o en el resumen del Estudio Estadio, se echaba a llorar. Y eso es lo que me dan ganas a mí de hacer cuando me acuerdo de eso. Y de lo que estará sintiendo mi abuelo, en el tercer anillo, viendo otra vez a su Sevilla campeón. ¿Esto es lo que quieren despreciar las mafias mediáticas? ¿De esto quieren que me olvide, con sus continuas mentiras? ¿Me quieren transformar en lo que a ellos les de la gana, para venderme más de tal o cual producto? Conmigo no podrán. Nunca. Yo soy sevillista porque mi abuelo lloraba de alegría cada vez que el Sevilla marcaba un gol. Aunque fuera en un amistoso. Y yo lloro también cuando me acuerdo de él. No sé por qué lo hacía, ni me importa. Es algo que no tiene explicación. Pero es así y eso es demasiado. No lo cambiaría ni por todo el oro del mundo. Hasta ese punto no se puede llegar. Es una frontera inexpugnable. La de los sentimientos. Los sentimientos no se compran. Al menos los míos no.

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