lunes, 16 de septiembre de 2013

La locura de Doña Juana (II)


CAPÍTULO II

LA GESTACIÓN DE UN CÓCTEL EXPLOSIVO

1479 - 1496

Capítulos anteriores: (I)

Juana de Trastámara, que así se llamaba en realidad, nació el 6 de noviembre de un año muy importante. Trascendental, se podía decir: 1479. Y digo trascendental porque aquel año fue coronado su padre Fernando II como rey de Aragón tras la muerte de Juan II. Y también confirmada su madre, Isabel I, como reina de Castilla, resultado esto último de la firma del Tratado de Paz de Alcaçovas - Toledo, mediante el cual se terminaba con una larga guerra entre Castilla y Portugal por la sucesión en el trono de Enrique IV, fallecido en 1474 sin heredero claro. Isabel era la hermanastra de Enrique (hija de la segunda esposa del padre de ambos y mucho más joven que él), mientras que Juana (no confundir con la protagonista de la serie) era hija de la mujer de Enrique, pero se sospechaba que no de él, sino de su valido, Beltrán de la Cueva. Por eso se la llamaba Juana la Berltraneja. Era ella la heredera natural del trono, pero no si se trataba de una hija ilegítima. Y la siguiente en la línea sucesoria era Isabel. Ambas se veían con el derecho a reclamar el trono, y el resultado fue el evidente. Guerra al canto.
Juana de Trastámara de niña

La disputa por la sucesión la protagonizaron dos bandos de nobles castellanos, cada uno defendiendo a una de las aspirantes, y reforzados por el apoyo de Aragón por parte de los "isabelinos" y de Portugal por parte de los otros. Cosa obvia, ya que Fernando, el heredero al trono aragonés, era el marido de Isabel, y a Juana la habían casado con el rey de Portugal precisamente para ganarse ese apoyo. La victoria recayó sobre el bando de Isabel (futura Isabel la Católica) y eso se plasmó en el acuerdo de paz mencionado. En el mismo, Portugal aceptaba a Isabel como reina de Castilla y, a cambio, se quedaba con la hegemonía en el Atlántico salvo las Islas Canarias, que quedaron bajo la influencia de Castilla. Para Portugal, mantener dicha hegemonía fue muy importante porque ese país llevaba décadas buscando una ruta marítima que les uniera con el Lejano Oriente bordeando Africa. Y el control de las Canarias también lo fue para Castilla porque se aseguraban un enclave estratégico fundamental en la zona. Tan fundamental, que fue de ahí desde donde se estableció el inicio de la ruta del primer viaje a América de Cristóbal Colón. 

Por tanto, aquel no fue un año cualquiera. Y aparte de esos tres acontecimientos tan importantes, al final del mismo nació Juana, la futura heredera de un colosal imperio. Aunque, en aquella época, nadie podía imaginar tal cosa, porque ni ella era quien debía heredarlo, ni a nadie se le pasaba por la cabeza la inmensa gloria que estaba por venir. En 1479, Castilla y Aragón eran dos reinos pequeños y muy empobrecidos por las continuas disputas internas y guerras externas que protagonizaron a lo largo del siglo XV. Aparte, en la península, además de Portugal, había dos reinos más: Navarra y Granada (que también acabó por heredarlos Juana). Y del Nuevo Mundo, de América, no se tenía aún ninguna noticia. Por tanto, la diferencia entre lo que había en 1479 y lo que se encontró años después la recién nacida era monumental. Bestial, brutal, cualquier calificativo se queda corto. Era imposible imaginar que el destino de aquel bebé iba a ser tan absolutamente diferente al que la lógica y el sentido común imponían en el momento de su nacimiento. Pero empecemos por el principio, que nos estamos desviando. 

Isabel la Católica por Juan de Flandes
Juana fue la tercera hija de los Reyes Católicos, es decir, no nació para ser reina. El heredero del trono era su hermano Juan, nacido en 1478. Y la siguiente en la línea de sucesión era su hermana Isabel, la mayor, nacida en 1470. De modo que aquella niña recibió una educación basada en el destino que parecía tener, que no era otro que ser la esposa de algún príncipe o rey extranjero, como era habitual en la época para las personas de su condición. Ese tipo de educación era bien diferente a la que recibían los primeros en la línea de sucesión al trono, a quienes se enseñaba a gobernar. Una infanta como Juana era educada en valores como el buen comportamiento religioso, la obediencia, la discreción, las buenas maneras, la cultura, la llevanza de una casa (no para trabajarla, sino para gestionar los trabajos que, obviamente, realizaban doncellas y criados) etc. Aparte, la corte de los Reyes Católicos era austera hasta casi la exageración y profundamente religiosa. Esa austeridad se explica, por un lado, porque la ingente inversión que supuso la Guerra de Granada (1482 - 1492) obligaba a apretarse el cinturón incluso a los reyes. Y por otro, quizás especialmente por ello, por el carácter de Isabel la Católica. Por su forma de ser y la fuerte personalidad que tenía, que hizo que se impusieran sus valores antes que los de cualquier otro que pudiera influir. 

Ana de Bretaña por Jean Bourdichon
Isabel era sencilla, pragmática y muy religiosa, a la vez que orgullosa hasta la arrogancia, estricta, severa y ambiciosa. La austeridad de la corte de Castilla era famosa en la época. A la Reina no le gustaban los colores estridentes, ni el vestuario pomposo, ni los peinados llamativos. Nada de eso, y basta con mirar los retratos que nos han llegado hasta nuestros días para corroborarlo. Observen las imágenes de arriba y la derecha y comprueben el brutal contraste entre el retrato de Isabel pintado por Juan de Flandes y el que se hizo Ana de Bretaña (madre de Felipe el Hermoso, futuro marido de la infanta Juana). Se dice que una imagen vale más que mil palabras. Yo puedo escribir aquí todo lo que quiera, pero creo que no hay mejor prueba que estos retratos para certificar lo que estoy diciendo. Y se dice por parte de los historiadores que esa imagen es fiel reflejo de la forma de ser del personaje y del ambiente que creó en su casa, en la itinerante corte de los Reyes Católicos. Unos reyes que reorganizaron internamente Castilla, especialmente el Consejo Real, del que sacaron a la nobleza para dar entrada a letrados y expertos; y que crearon el Tribunal de la Santa Inquisición al margen del poder episcopal, consiguiendo con ambas medidas hacerse con el poder político y religioso en el Reino de Castilla. Unos reyes que, después de acabada la guerra de sucesión al trono del difunto Enrique IV, se dedicaron a abrir un frente tras otro, cosa que les tuvo continuamente ocupados hasta el fin de sus días. Entre 1479 (año de la coronación definitiva de Isabel la Católica) y 1504 (año de su muerte) se conquistaron las Islas Canarias, se tomó el Reino de Granada, se descubrió América y, aparte de todo eso, se negociaron muy beneficiosas alianzas matrimoniales con las más importantes potencias del momento. Eso por no hablar del aplastamiento de las diferentes revueltas que hubo (Andalucía, Extremadura, Galicia...). Y hablo solo del Reino de Castilla, que luego también tenían que gobernar el de Aragón. Una desbordante cascada de acontecimientos que mantuvo a los reyes siempre ocupados: Fernando al frente de los ejercitos en la vanguardia e Isabel organizando todo lo necesario para los mismos en retaguardia. En especial me refiero a la Guerra de Granada (1482-1492), la cual discurrió durante los primeros años de vida de doña Juana. 

Alcázar de Segovia
Pues bien, ese fue el ambiente en el que esta vivió su infancia y primera adolescencia. El ambiente de una corte itinerante porque estaba enfrascada en una guerra santa contra los moros de Granada. La mitad cálida de cada año la pasaban de campaña militar y la otra mitad en el lugar de Castilla o Aragón que requiriera la presencia de los monarcas, ya fuera por revueltas (como las mencionadas en Galicia, Extremadura o Andalucía), por motivos diplomáticos (como la estancia del primado del Papa en Valencia) o por diversos asuntos en las naciones gobernadas por cada uno de los dos Reyes Católicos. Probablemente, los niños, los infantes, pasaban alejados de su madre largas temporadas, refugiados convenientemente en los palacios regios de Segovia, Avila o Madrid, lejos del frente de batalla. Aunque, respecto a esto y al tipo de educación que recibieron, habría que matizar algo.

Los Reyes Católicos tuvieron cinco hijos: Isabel (1470), Juan (1478), Juana (1479), María (1482) y Catalina (1485). Isabel era considerablemente mayor que los demás, con lo que su educación, no es que fuera diferente, sino que estaba mucho más avanzada que la del resto por un simple motivo de edad. Juan, por su parte, sólo tenía un año más que Juana, pero era el Príncipe de Asturias, el heredero, con lo que a él le enseñaban pensando en que en el futuro tendría que gobernar. Y, por cierto, se trató de una instrucción tan concienzuda y bien llevada que, décadas después, Carlos I de España y V de Alemania (tercer hijo de Juana y quien acabó reinando en lugar de su madre) copió ese modelo para educar a su hijo y heredero, el futuro Felipe II.

Así, mientras Juan era formado para ser el futuro rey e Isabel era entregada en matrimonio a Alfonso (heredero del reino de Portugal, con quien se casó en 1490), las otras tres hermanas, Juana, María y Catalina formaron un núcleo familiar que no fue roto hasta que, en 1496, Juana partió rumbo a Flandes para casarse con Felipe, el hijo de Maximiliano, el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Un núcleo familiar residente en una corte austera y profundamente religiosa. Cuando hablo de austera, no me refiero tanto a que no se gastase dinero, sino a los gustos y aficiones que la Reina trató de transmitir a sus hijas. Isabel la Católica era muy aficionada al arte, a la lectura e incluso a la música, pero, como ya he comentado, muy poco dada a los fastos y la pomposidad. De hecho, se sabe que su biblioteca era muy reconocida. Y fue valedora de artistas y humanistas, una corriente muy en boga en la época.

Castillo de Arévalo
Además, visitaban frecuentemente a la madre de la Reina, a Isabel de Portugal, confinada en Arévalo desde que enviudó en 1454 y hasta su muerte en 1496. Esta Isabel, la esposa de Juan II, quien fuera rey de Castilla décadas atrás (no confundir con el padre de Fernando el Católico, que reinó en Aragón), sufría una importante enajenación mental y era ese el motivo por el que estaba apartada de la vida pública. Y en este punto es necesario pararse porque la situación de esta mujer y la que tuvo que sufrir doña Juana en el futuro son de un parecido asombroso. Ambas fueron reinas que enviudaron muy jóvenes, que sufrieron una larguísima viudez (casi medio siglo cada una), en situación de enajenación mental y en lugares apartados del Reino (Arévalo y Tordesillas respectivamente). Isabel (la madre de La Católica) era conocida como la loca de Arévalo y cuenta la leyenda que desvariaba por los pasillos del palacio al grito de "¡Don Alvaro! ¡Don Alvaro!" en referencia a Alvaro de Luna. Alvaro de Luna fue su mayor mentor desde el principio. Propició que la hija de unos nobles portugueses como era esta Isabel acabara casándose con el rey de Castilla (del cual era valido don Alvaro). Fue su apoyo y su ayuda durante tiempo, pero la reina se vio arrastrada por las intrigas de otros nobles y acabó por ser instigadora del asesinato de este hombre, del que probablemente se arrepintió hasta el punto de enloquecer.

Resulta evidente que estas visitas debieron influir de un modo importante en el ánimo de doña Juana. Una niña que demostró tener un carácter complicado desde bien pronto. De hecho, el historiador Tarsicio Azcona asegura que su madre, Isabel, "la amaba sinceramente, aunque nunca llegó a entenderla y dirigirla". Pero la cosa no quedaba ahí. Además de todo esto, hemos de recordar los arranques de ira que causaban en Isabel la Católica las frecuentes infidelidades de su marido Fernando. Respecto a esto, hemos de dejar claras dos cosas: primero, que los devaneos amorosos de los hombres (especialmente en los casos de reyes, nobles e incluso alto clero) eran de lo más común en la época. Las personas con cierta posición, si querían mantenerla, debían asegurarse el respeto de la gente sobre la que mandaban. Ese respeto se lograba con victorias militares, con castigos ejemplares, con dureza, con severidad, a veces con magnanimidad..., y, bajando a terrenos más escabrosos, demostrando la hombría. Esto se hacía con acciones valerosas de diversa índole: en el campo de batalla, en duelos, etc. Y también con el trato a la mujer. Un "aquí mando yo y mi mujer hace lo que yo diga" que, por desgracia, aún hoy sigue en boga en diversos círculos. Un rey, un noble, cualquier hombre que quisiera mantener el respeto sobre su persona, no podía decir que no se acostaba con una mujer por fidelidad a su esposa. De modo que no pongo en duda el amor que Fernando podía sentir por Isabel, pero tampoco las frecuentes infidelidades.

Y segundo, tenemos que reconocer que Isabel la Católica era una mujer adelantada a su tiempo. No era una mujer cualquiera del final del Medievo. Se casó con quien quiso (no con quien la "diplomacia" le exigió en más de una ocasión). Se empeñó en ser reina y lo logró, contra viento y marea. Sometió a la nobleza e incluso al clero. Hasta a su marido, a quien impidió ser rey de Castilla (como debía ser normal, dado que "el hombre manda") y lo redujo a un "simple" consorte con poderes. Pero no pudo impedir las infidelidades. Eso sí, no las soportaba. La ponían histérica, y se sabe que montaba unos espectaculares cirios por los pasillos de palacio a cuenta de ellas. Cualquier otra mujer de la época habría sido sumisa y tragado la humillación "como buena esposa". En todo caso, "solucionaría" los problemas en la alcoba, en privado, para no humillar al esposo. Pero Isabel no era así. Y Juana, su hija, fue testigo de muchas de aquellas escenas. Sabía que su padre era infiel y que su madre no lo toleraba sin más. Podríamos aventurarnos a decir que se acostumbró a considerar normal que la mujer se rebelase contra los devaneos de los maridos, cuando en la época tal cosa no era así. Ni muchísimo menos.

Juana de Trastámara de adolescente
Por tanto, ya tenemos cociendo varios ingredientes de tan explosivo cóctel. Juana recibió la educación propia de la futura esposa de un hombre importante, pero no la de alguien que tuviera que gobernar. Sus padres no solían estar cerca de ella, ya que sus múltiples obligaciones lo impedian. Y cuando lo estaban, a menudo fue testigo de monumentales enfados entre ellos por cuenta de lo recién comentado (quitémosle un poco de sobre-romanticismo a la relación entre los Reyes Católicos). Aparte, visitaban con frecuencia a su abuela, "la loca de Arévalo", y quién sabe hasta qué punto aquella mujer influyó en el ánimo de su nieta. Y, para colmo, resulta que Juana tenía un carácter complicado, hasta el punto que su madre no era del todo capaz de orientarla y manejarla.

Históricamente, no era necesario que nada de esto tuviera la más mínima importancia. De hecho, otros muchos casos se habrán dado a lo largo de los siglos sin que pasaran a la posteridad. Lo normal hubiera sido que Juana no pasase de ser el pequeño gran tormento de algún noble de alta alcurnia, o de un príncipe de alguna nación europea. Pero no. El Destino fue tan caprichoso que puso en sus manos la mayor potencia mundial del momento, algo para lo que no estaba en absoluto preparada. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo pudo pasar algo así cuando Juana llegó a tener hasta a cuatro personas delante de ella en la línea de sucesión?

Si me lo permiten, se lo explicaré con detalle en el próximo capítulo.

Capítulos siguientes: (III) - (IV) - (V) - (VI)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Genial! gracias! ya estoy deseando leer el tercer capítulo.

Rafael Sarmiento dijo...

Muchas gracias. La próxima semana...

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