CAPITULO IV
AÑOS DE DESESPERACIÓN
1500 - 1504
La muerte de Miguel de la Paz, hijo de Isabel (la primogénita de los Reyes Católicos) y de Manuel I de Portugal estuvo envuelta en polémica. Miguel, que nació en 1498 y en cuyo parto murió su madre, debía haber heredado Castilla, Aragón y Portugal. Era el heredero universal, habría tenido la oportunidad de conformar una nación colosal, un imperio jamás visto a lo largo de toda la Historia de la Humanidad. Los Reyes Católicos eran conscientes de ello y el bebé se comenzó a criar en la corte castellana, no en la portuguesa, donde vivía su padre. Esto ya de por si es raro, pero más aún lo fue la actitud de Felipe el Hermoso. O quizás, aquello fue consecuencia directa de esta última.
Palacio de Sintra - Residencia de los reyes de Portugal |
Después de que la señora Muerte hiciera su trabajo, Juana se encuentra con que, casi de golpe y porrazo, se ha convertido en Princesa de Asturias y heredera de todas las posesiones de sus padres. Sin embargo, no es ella la que lleva la batuta en este sentido, sino su marido: Felipe el Hermoso. Ella, en aquellos tiempos (año 1500), vivía presa de sus obsesiones alrededor de las infidelidades de su esposo. Eso era lo primero en su escala de prioridades. Y aunque sabemos que era consciente de la importancia del momento, no tenía la cabeza en condiciones para imponerse. Ella no pudo obrar como su madre, haciendo valer sus derechos y no dejando que su esposo la ningunease por el hecho de ser ella la mujer y él el hombre. Desde un principio, desde mucho antes de siquiera aspirar seriamente a la sucesión, Felipe la tenía sometida. O mejor, ella estaba sometida a él. Juana hacía todo lo que fuera necesario para mantener a su marido a su lado y evitar que se fuera con otras. Y lo hacía de un modo obsesivo, utilizando cualquier cosa, asunto o argumento que tuviera a su alcance. Esta perdidamente enamorada de él, lo cual la llevaba al sometimiento más absoluto. Y él, consciente de ello, no dudó en utilizar esa circunstancia en su propio beneficio.
Doña Juana con sus hijos, Carlos y Fernando El deterioro de la Princesa es notorio y evidente |
No obstante, una cosa es que Juana estuviese obsesionada con Felipe, y otra que ya hubiera abrazado la locura. En 1500, Juana no estaba loca. Probablemente no enloqueció de verdad hasta años después de ser encerrada en Tordesillas. Juana sufría una enorme depresión que la hacía estar como apartada del mundo durante largos periodos de tiempo. Y que la obligaba a centrar su atención en lo que la obsesionaba. Pero era perfectamente capaz de echar a sus fantasmas a un lado cuando la ocasión lo requería. Eso lo demostró en bastantes ocasiones, y este punto de nuestro relato, cuando son llamados por los reyes para jurar como herederos, es un ejemplo perfecto de ello. Felipe decidió posponer el viaje, a lo que ella accedió, a pesar del desplante que suponía para sus padres. Además, rehusó ir a Castilla con el príncipe Carlos (como querian los Reyes Católicos, ya que, al ser varón y de su sangre, era en él en quien pensaban como verdadero heredero a futuro), a lo que ella accedió, sobre todo porque el niño tenía meses de vida. Incluso, y dada la fascinación que tenía Felipe por todo lo francés, no puso pega a hacer el viaje por tierra, atravesando el país galo, y a hacer una prolongada parada en París en la que, literalmente, hacer la pelota al rey francés en busca de su favor. Pero lo que no permitió, bajo ningún concepto, fue prometer al príncipe Carlos con la hija del rey francés. Puede que como simple condesa de Flandes hubiera accedido. Pero ya siendo heredera de la corona de Castilla, sabiendo la enemistad que sus padres siempre tuvieron con los franceses, no lo consintió por nada del mundo. Que una cosa es no estar preparada para el gobierno de un reino y otra bien distinta no saber la importancia y la grandeza que el título de Princesa de Asturias tenía. Esa alianza matrimonial hubiera supuesto el sometimiento de Castilla a Francia. Y Juana demostró saber lo que se traía entre manos hasta el punto de vencer a sus obsesiones, enfrentarse a su marido (cuentan que dicho enfrentamiento fue de órdago) y mantenerse firme en esa decisión.
No obstante, ya fuera en periodos de lucidez o en otros más depresivos, sus obsesiones siempre estaban rondándole la cabeza. Y ahí se encontraban cuando cruzaron la frontera por Fuenterrabía el 26 de enero de 1502. Ya estaban en Castilla, por fin, pero lo que Juana se encontró en palacio cuando llegó al lado de su madre fue muy diferente a lo que dejó seis años atrás. El príncipe Juan había muerto. Sus hermanas pequeñas ya no estaban allí (María casó con Manuel I de Portugal, el viudo de su hermana mayor Isabel, y Catalina estaba en Londres, prometida a Arturo, heredero de la corona inglesa). Además, su madre era una persona diferente a la que la despidió en el interior de aquel barco, en el puerto de Laredo. Isabel la Católica, después de una vida intensísima y de tener que sufrir una muerte tras otra, entre hijos y nietos, en los últimos pocos años, había envejecido considerablemente y convertido en una persona triste y solitaria. Juana hubiera necesitado de alegría y buen humor para recuperar un poco su ánimo, pero se encontró con lo más parecido a un velatorio.
Leonor, Carlos e Isabel - Los tres hijos mayores de Juana Anónimo - Museo Kunsthistorische de Viena |
Juana aguantó como pudo hasta marzo de 1503, cuando nació su cuarto hijo (Fernando, quien en el futuro sería Emperador del Sacro Imperio, a la abdicación de su hermano Carlos), y a partir de entonces insistió en su deseo de marcharse. Sus padres le dieron largas y ella se hundió en la desesperación. Apenas dormía, apenas comía, apenas hablaba, andaba siempre sola, triste, seria, meditabunda, dia tras día, noche tras noche. Según Mártir de Anglería (humanista milanés al servicio de los reyes), su estado era lastimoso; y no sólo debía causar pena a sus familiares, sino a cualquiera que la viera. Y aquí nos deberíamos parar un momento porque, a veces, la sucesión de acontecimientos históricos nos arrolla y dejamos de lado a las personas. Imaginen, por favor, a una joven de 23 años, que ya es madre de cuatro hijos, tres de los cuales están a miles de kilómetros y a los que hace más de un año que no ve. Añadan a eso la angustia provocada por las palabras de su propio hijo en aquella carta que le mandó Felipe. Imaginen que esta chica tiene un marido que la trata con indiferencia (por no hablar de desprecio), que le es infiel repetidamente y que la ha dejado allí, embarazada, para él irse de vuelta a su casa solo. Es decir, que puede estar haciendo lo que le venga en gana sin vigilancia alguna, lo cual la martiriza (como no puede ser de otra manera). Imaginen a los padres de esta muchacha, más preocupados por los intereses del Estado que por el modo en que ella está hundiendose en una depresión alarmante. Que no le hacen el debido caso. Que pasan de ella, hablando mal y pronto. Imaginen el cuadro, la escena..., la situación. La soledad, la inseguridad, la falta absoluta de cariño y de respeto, la sensación de incomprensión, de abandono. Y a eso añádanle que se le pedía estar preparada para, en su momento, asumir el reinado de dos naciones y un incipiente imperio, cosa para lo que no fue educada ni preparada. Piénsenlo por un momento. Empaticen. Acuérdense de cuando tenían 23 años (si es que tienen más) y pónganse en el lugar de esta pobre chica. ¿Es o no es para volverse locos?
Pues justo eso fue lo que le pasó a Juana de Castilla y Aragón.
Vista exterior y patio interior del Castillo de la Mota Medina del Campo - Valladolid |
Aquello era lo que le faltaba por ver a Isabel la Católica. Después de una vida tan intensa y exitosa, de haber unido su reino al de Aragón, culminado la Reconquista, conquistado Canarias, dominado a la nobleza y al clero, descubierto un nuevo continente, logrado alianzas matrimoniales con las más importantes potencias europeas para aislar a sus enemigos... después de un reinado tan absolutamente genial y esplendoroso en el que convirtió un pequeño reino, emprobrecido y dividido por feroces luchas internas, en la mayor potencia mundial del momento, resulta que no tiene a nadie a quien dejar su legado. Sus herederos fueron muriendo uno tras otro y quien le quedaba, su hija Juana, le demuestra que no tiene la cabeza en condiciones para hacerse cargo, lo cual supone un verdadero drama. Isabel cayó en una profunda depresión que la consumió rápidamente. Incluso, ella fue perfectamente consciente de que sus días en este mundo llegaban a su fin. Probablemente así lo desearía. Recordemos que su madre sufrió enajenación mental, su hija también, y es muy posible que todas ellas tuvieran propensión genética a la depresión, como ya hemos comentado con anterioridad. Es probable que Isabel la Católica nunca se dejara llevar por estados depresivos porque, aparte de su fuerza y personalidad, inundó su vida de retos, a cual más ambicioso, y los éxitos fueron cayendo uno detras de otro. Pero al final de sus días, cuando ya poco quedaba por hacer y en vista de tanta desgracia personal, esa depresión a la que debía ser propensa encontró el resquicio por el que entrar y se quedó en su interior hasta llevársela por delante. Isabel no murió de depresión, pero esta le quitó las fuerzas para luchar contra nada. Incluido su mal estado de salud.
La muerte sobrevino a Isabel la Católica apenas unos meses después del retorno de su hija a Flandes. Estamos a 26 de noviembre de 1504 y Juana era, oficiosamente, reina de Castilla como heredera natural. Pero las cosas no eran así de fáciles. Ni mucho menos. Es más, lo más difícil, lo más duro, lo más complicado estaba justo por venir.
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