En marzo de 2008, la empresa para la que trabajaba, y en la que tenía un puesto excelente, desapareció, y casi de un día para otro me vi en la cola del INEM. Afortunadamente, y después de bastante tiempo pegando botes sin ningún éxito, a día de hoy puedo decir que vuelvo a tener una estabilidad laboral que, por desgracia, ya quisieran muchos para sí.
Unos meses después de aquella fecha, mi mujer, que también tenía un magnífico empleo, también lo perdió, ya que la compañía que la tenía contratada eliminó de un plumazo el rango de su organigrama en el que ella estaba encuadrada. Gracias a Dios, un año después, encontró un nuevo trabajo y en él sigue en estos días.
En mayo de 2009 nació mi primer y único hijo. Fue prematuro, y tenía los pulmones tan poco desarrollados que tuvo que pasar quince días en la UCI. Después de ese periodo de tiempo nos permitieron llevarlo a casa, pero no acabaron ahí los problemas. De hecho, estuvimos todo un año de revisiones médicas, con el corazón en un puño, porque nos decían que querían descartar cualquier tipo de secuela posterior. Por fortuna, no hubo nada de eso, y actualmente es un niño sano y fuerte que crece día tras día y cuyo desarrollo es perfecto.
Entretanto, después de presentarme a unas oposiciones, las cuales aprobé, pero sin obtener la plaza, yo trabajaba para la Administración Pública. Un empleo bien pagado y con un horario tan bueno que me permitía seguir estudiando por las tardes con la esperanza de quedarme ahí para siempre. Pero el Gobierno, forzado por la necesidad de reducir costes, dejó de contratar interinos y eliminó las convocatorias de plazas públicas, con lo que me vi abocado otra vez al paro, y esa opción de salida laboral desapareció para siempre. O mejor, de un modo indefinido.
Las cosas no mejoraban. A pesar de mis estudios superiores, mis idiomas y mi experiencia, no había forma de encontrar un empleo. Apenas me lo podía creer, pero era así. Se me agotó la prestación y las cosas se pusieron tan mal que me vi obligado a plantearme la idea de entregar las llaves de mi casa al banco porque no tenía recursos para pagar la hipoteca y comer todos los días al mismo tiempo. Pero tuve la suerte de tener a un buen amigo trabajando en esa entidad, medió por mi, y consiguió que renegociasen mi deuda, ampliando el plazo sin costes, con lo que la cuota resultante sí que era asequible para seguir pagándola. Eso sí, eliminando todo tipo de gasto superfluo, hasta el punto que hace años que no sé lo que es salir a tomar un mísero café o una simple cerveza.
Pero lo peor no fue eso. Lo peor llegó cuando descubrí que me había salido una extraña mancha en la cabeza, la cual tenía una pinta horrorosa. Fui al médico de cabecera, y este, al no verlo claro, me dio cita con un especialista, recomendándome encarecidamente que no me diera el sol bajo ningún concepto, y que si tenía que salir a la calle, lo hiciera con un sombrero, una gorra, o lo que fuera que me tapase. Además, me dijo que ese tipo de manchas no solían ser peligrosas, que se operan con facilidad, a no ser que fueran en la cabeza, donde la intervención se volvía de lo más complicada. Pasé unos días horribles entre tanto esperaba a que llegara el momento de la cita con el otro médico. No me podía creer que se pudiera tener tan mala suerte. Y en efecto, no lo fue tanto. El especialista me aseguró que no era nada grave, que no requería intervención, y de paso me revisó el cuerpo entero por si hubiera algo más de lo que no me hubiese percatado. Todo estaba bien, y un tiempo después, esa mancha, igual que salió, desapareció sin explicar por qué.
Esos días tan malos que pasé fueron para mí como una especie de punto de inflexión. Recuperé las fuerzas que había perdido tras tantas complicaciones y me animé a aplicar mis conocimientos y mi experiencia en un negocio propio. Y a ello me dedico ahora, pudiendo decir que me va bastante bien, y mejor que promete ir la cosa en el futuro porque la facturación no deja de crecer mes tras mes. No me da para mucho, de hecho no me da para casi nada, pero llego a final de mes y me siento bien conmigo mismo. Muy bien.
Y de ese modo he llegado hasta el día de hoy. Ayer, fecha en la que se celebraba el sorteo de Navidad, no fui agraciado con ningún premio. Pero me considero una persona con suerte. Lo digo con la mano en el corazón, no necesito ese dinero para afirmar tal cosa. Por supuesto, de haberme tocado hubiese dado botes de alegría, me vendría genial ese espaldarazo económico, no me voy a poner digno y espléndido. Pero pensándolo con tranquilidad, no es eso lo que hace que me sienta o no afortunado. Al fin y al cabo, ¿cuánta gente ha perdido su trabajo y no ha sido capaz de enderezar su vida laboral? ¿Cuantas familias tienen a todos sus miembros en paro, mientras en la mía trabajamos los dos? ¿Cuántos niños nacen con problemas y no los pueden superar del todo, quedándoles secuelas? Un buen amigo mío tiene un hijo en ese estado. Y un amigo de la niñez de mi mujer, otro tanto de lo mismo, no es necesario irse demasiado lejos para encontrar casos así. ¿Cuántas viviendas han sido embargadas por los bancos, dejando a sus dueños en la calle sin un lugar donde vivir? ¿Cuánta gente sufre problemas de salud, muchos de ellos irreversibles, y se ven obligados a seguir adelante a pesar de ellos? ¿Cuántas personas han invertido sus pocos ahorros en un negocio, para perderlos definitivamente porque las cosas no les fueron bien?
A pesar de que mi nivel de vida se ha reducido drásticamente desde aquel infausto marzo de 2008, a día de hoy, ya digo, me considero una persona con suerte. Tengo una mujer maravillosa que no da un paso en la vida si no es a mi lado. Tengo un hijo precioso que crece y crece, que está descubriendo el mundo con una enorme y permanente sonrisa en los labios y que echa a correr para darme un abrazo cada vez que vuelvo a casa después del trabajo. Tengo una pequeña empresa que se va asentando y que me proporciona lo necesario para, conjuntamente con lo que gana mi esposa, vivir al día sin ningún lujo, pero sin ningún agobio tampoco. Creo que tengo todo lo necesario para aspirar a la felicidad, y no cambiaría nada de eso por ningún premio económico (aunque lo aceptaría con gusto si lo pudiera compaginar)
Estos últimos cuatro años (casi, aún faltan tres meses para que se cumplan) han sido a la vez los peores y los mejores de mi vida. Los peores, por motivos evidentes. Pero también los mejores porque he madurado más en ellos que en los treinta y tres anteriores. Me han dado una visión de las cosas que ni imaginaba antes de ellos. Me han regalado una fuerza impagable con la que ser capaz de sortear cualquier revés posterior que venga. Y me han permitido cambiar de mentalidad, de principios, para así poder restablecer el orden de mis prioridades, para aprender a tratar a las personas en su justa medida, para saber valorar las cosas, las buenas y las malas, para no dramatizar y lamentarme, sino actuar y seguir adelante. Para ver la vida de otra manera, en definitiva. Para obtener una estabilidad emocional que no tenía antes, pero ni por asomo.
Y una de las cosas que observo con cierto desdén a día de hoy es la actitud de las personas en estas fechas navideñas. Actitud hipócrita que hace que se vean "obligadas" a hacer el bien en estos días, a desear felicidad, a forzarse para pasarlo bien (o fingirlo), a mirar por los más desfavorecidos mientras organizan comilonas indecentes, pensando ya de antemano en ponerse a régimen a partir de después de Reyes para bajar esos kilitos que se ponen en estas dos semanas. Toda una contradicción.
No me gustan las navidades. Es más, las aborrezco. No entiendo por qué hay que felicitar nada, yo deseo la felicidad a las personas siempre, todo el año, no ahora. Yo me he visto al borde del precipicio últimamente en más de una ocasión, y no puedo quitarme de la mente a la gente que cayó y en su fondo se encuentran. Gente que no puede celebrar nada, gente que está lejos de ser feliz, gente que lo está pasando mal, que necesita ayuda, que no sabe qué hacer para reorientar su vida. Me pregunto qué pensarán la ver las ciudades tan iluminadas (¿cuánta ayuda se les podría dar con el dinero que cuesta dicha iluminación?), al ver a tantas personas gastando sin medida, comprando compulsivamente, comiendo hasta casi reventar y despilfarrando hasta lo que no se tiene.
Yo creo que se puede disfrutar de momentos familiares sin tanto dispendio. Pienso que se puede celebrar el nacimiento de Cristo sin necesidad de tanto derroche. Jesús nació en un pesebre, en la extrema pobreza. ¿Cómo se puede celebrar eso gastando tanto? Porque es eso lo que se celebra, es una fiesta cristiana, por mucho que a ella se acojan hasta los que tanto reniegan de la religión. Yo me considero cristiano y la voy a festejar con sencillez, con humildad, al lado de los míos.
Y, por supuesto, os deseo a todos prosperidad, salud y felicidad. Pero no sólo hoy, sino todos los días del año, durante toda vuestra vida. Sin embargo, por seguir la tradición, os lo digo en estas fechas.
Decía aquel que la vida puede ser maravillosa. Y mucho más si todos nos empeñamos en que lo sea la de las personas que tenemos a nuestro alrededor, día tras día, mes tras mes, sin importar que sea una fecha del año u otra.
4 comentarios:
Mi gran amigo Rafael, para mi la Navidad hace mucho que dejo de ser especial, sin embargo, y siendo coincidente en tu manera de vivirla y por acompañarte, dejame amigo desearte en compañia de los tuyos, una feliz navidad.
Un fortisimo abrazo amigo.
Mi deseo es que pases unas felices fiestas en unión de los tuyos y sobre todo que el próximo año sea como mínimo igual que éste. Para bien tuyo y de tu familia y siendo egoista para que yo pueda seguir disfrutando cada día al leerte.
Un abrazo
Felices Fiestas Rafael,en compañia de los tuyos
Saludos Sevillistas
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